1. La Propensión Racionalista

La razón es sumamente valorada en nuestra cultura, que tiende a no aceptar sino aquello que sea estrictamente racional y comprobable. Se erige no solamente en elemento crítico, sino en juez riguroso de todas las creencias. Esta sensibilidad afecta incluso a los creyentes. Influidos por ella, tendemos a subrayar una exposición racional de nuestra fe, preocupándonos justamente por la precisión y la presentación razonable de sus contenidos y minusvalorando otros aspectos más vivenciales, pero también substanciales, de la actitud creyente. La consecuencia de esta propensión unilateral es cierto empobrecimiento de la dimensión afectiva de nuestra fe y, en consecuencia, de su capacidad movilizadora.

2. La Reducción Ética

Un comportamiento moral coherente es una consecuencia necesaria e inmediata de la fe cristiana. Esta no nos permite evadirnos del compromiso ético en aras de un intimismo religioso desencarnado. Pero tampoco nos autoriza a convertir el compromiso ético en el núcleo central de nuestra fe. Muchos cristianos sentimos la tentación de desplazar hacia el comportamiento moral (sobre todo, en el terreno social) el centro de nuestra actitud creyente. Una vida creyente así descompensada desdibuja el carácter más originario de la fe, que es, en su misma entraña, respuesta a un Dios que se nos ha comunicado gratuitamente en Jesucristo. Margina la experiencia de la fe como algo menos relevante. Desprovisto del riego de la experiencia creyente, el compromiso moral se convierte fácilmente en el duro cumplimiento de un puro deber fatigante y tentado de desistir de los empeños contraídos.

3. La Exageración del Sentimiento

Al abarcar a toda la persona, la experiencia cristiana conmueve también nuestra afectividad. Los sentimientos de alegría, de respeto reverencial, de entusiasmo, de admiración, son un componente importante. Pero no son su médula: la conciencia viva y cálida de la presencia del Dios de Jesucristo en nuestra vida. Nuestra época es proclive, con alguna frecuencia, a hacer consistir la experiencia creyente en un conjunto de sentimientos peculiares. Algunos movimientos eclesiales no se sustraen del todo a esta tentación. Pueden exagerar la importancia de los registros afectivos y provocarlos abusivamente. Dios no puede reducirse a una experiencia afectiva necesariamente subjetiva. Los movimientos eclesiales que subrayan lo afectivo nos recuerdan, sin embargo, saludablemente que Dios es fuente de alegría y nos tornan más sensibles a la acción de su Espíritu.

4. La Intolerancia Iluminista

La presencia de Dios en el hombre y en su vida es una presencia fuerte. Algunas corrientes religiosas, determinados temperamentos y ciertos talantes colectivos pueden, en el límite, desnaturalizar la experiencia religiosa y conducir a sus adeptos a tratar de imponer su fe de manera pertinaz e incluso violenta. Los fundamentalismos religiosos existentes se deslizan bastante fácilmente por esta pendiente. Se caracterizan por separar drásticamente el área de la fe y el área de la razón y por rechazar tajantemente toda autocrítica a sus propias formulaciones doctrinales o morales. Su intransigencia para con otras actitudes ante la fe nace de estos presupuestos. En versiones más suaves, podemos encontrarnos también en la comunidad cristiana con personas y grupos que no distinguen adecuadamente el testimonio de la fe y el proselitismo. Con todo, estos grupos nos recuerdan que la propuesta de la fe no es una mera presentación formulada «por si interesa al interlocutor». El temor a parecer proselitistas o a crear tensión y rechazo puede revestirse demasiado fácilmente de razones válidas como el respeto a la intimidad y a la libertad y dispensarnos de un ofrecimiento valiente y de una invitación decidida a la fe, al compromiso, al ministerio presbiteral o a la vida religiosa.

5. La Pasividad Quietista

El hombre y la mujer creyentes «no producen» la experiencia cristiana: la reciben. La actitud receptiva es vital. Pero la historia secular de la Iglesia nos enseña que esta ley de la experiencia creyente puede también malentenderse. Recibir a Dios no nos dispensa del ejercicio de las virtudes activas. No sólo hemos de recibir. Hemos de disponernos a ello previamente, purificando nuestras motivaciones y ateniéndonos fielmente a la voluntad del Señor. Esta disposición está reclamando ascética, sobriedad, dominio de sí. El quietismo es una desafortunada caricatura de la auténtica experiencia cristiana.

6. La Afirmación Voluntarista

La conciencia, más o menos explícita, de que las metas a las que llegue el hombre son conquista propia, subyace a la mentalidad ambiental. Puede inficionar nuestra experiencia de fe. Tal actitud voluntarista, lejos de favorecer el encuentro con Dios, lo imposibilita.