La Libertad Guiando al Pueblo – Delacroix

En esta tela, se nos cuenta en primera persona cómo fueron los enfrentamientos en la revolución de 1830 en París. Debido a la publicación por parte de Carlos X de una serie de ordenanzas limitando las libertades, París se levantó durante tres días, los 27, 28 y 29 de julio de 1830, jornadas conocidas desde entonces como las Tres Gloriosas “les Trois Glorieuses”.

Como consecuencia de esta insurrección violenta, Carlos X abdicó y se refugió en Inglaterra. Luis Felipe, el duque de Orleans, se convierte en rey de Francia el 9 de agosto de 1830, comenzando un período de monarquía burguesa.

En la escena, todo intenta ser verdadero: un guardia suizo, un coracero, un niño con dos pistolas, un ciudadano que representa al mismo autor, muertos y moribundos… Delacroix afirmaba sobre este cuadro: “Ya que no he podido luchar por mi pueblo, al menos pintaré para él…” El escenario son las mismas barricadas de París, donde se enfrentaron el pueblo y los soldados reales.

La mujer con el pecho descubierto, el gorro frigio, los pies desnudos, armada con un fusil y portando la bandera republicana, es una alegoría: la Libertad.

En el fondo, entre el humo de la batalla, se puede observar la ciudad de París, en concreto las torres de Nôtre Dame.

Delacroix no busca la abstracción; intenta una representación lo más real posible, pero una realidad matizada por la ideología y una intencionalidad clara: la de sentirse protagonista, él mismo, de un hecho histórico. Se observa un tema fundamental dentro de los planteamientos teóricos, tanto estéticos como éticos del romanticismo: la libertad, el pueblo anónimo, la lucha contra la tiranía.

La composición forma una pirámide desde los cuerpos frente a la barricada hasta las tres figuras principales, coronadas por la bandera. Una composición que nos recuerda a Géricault y La Balsa de la Medusa. La pincelada del artista crea un colorido llamativo, entre el humo y la multitud. La luz, llena de matices azules, blancos y rojos (símbolos revolucionarios), es especialmente intensa en la figura de la mujer y en los caídos del primer término.

De esta manera, se funden la estética romántica, violenta y pasional, con el romanticismo revolucionario que llena al autor; es la plenitud de su época romántica.

La pintura, expuesta en el Salón de París de 1831, no fue del todo bien comprendida por los espectadores y, al final, fue adquirida por el Estado, por considerarla demasiado agresiva para ser mostrada al pueblo. Para Delacroix, maestro de la “escuela romántica”, la historia no es ejemplo ni guía de los actos humanos; es un drama que empezó con la humanidad y perdura hasta el presente. La historia contemporánea es lucha política por la libertad. “La Libertad Guiando al Pueblo” es el primer cuadro político en la historia de la pintura moderna: exalta la insurrección que, en julio de 1830, acabó con el terror blanco de la restaurada monarquía borbónica. En unas líneas dirigidas a su hermano en octubre de aquel mismo año, Delacroix escribía: “He empezado un tema moderno, una barricada[…] y si no he luchado por la patria, por lo menos pintaré para ella”. Aunque la frase deja entrever una cierta justificación ante su pasividad hacia los acontecimientos políticos de su país, con La Libertad Guiando al Pueblo dará testimonio de su adhesión a los ideales de libertad y justicia de aquellos años.

La política de Delacroix y, en general, la de los románticos, no es clara. Revolucionario en 1830, Delacroix se muestra contrarrevolucionario en 1848, cuando la clase obrera se levanta contra la burguesía capitalista que la explota. Como todos los románticos, se declara antiburgués; de hecho, arremete solo contra la pequeña burguesía por su cortedad de miras, su mediocre cultura, su mal gusto y su amor a la vida reposada; mientras tanto, frecuenta los salones y disfruta de los favores de las altas finanzas burguesas. En el cuadro que exalta aquellos días de julio hay un entusiasmo sincero y un significado político ambiguo. Para Delacroix y, en general, para todos los románticos, la libertad es la independencia nacional. En este cuadro, la mujer que lleva la bandera es, a la vez, la Libertad y Francia. ¿Y quién lucha por la libertad? Gente del pueblo e intelectuales burgueses; en nombre de la Libertad-Patria se sella la unión sagrada de los descamisados del pueblo con los señores del sombrero de copa.


No es un cuadro histórico; no representa un hecho ni una situación. No es un cuadro alegórico; de alegórico solo tiene la figura de la Libertad-Patria. Es un cuadro realista que culmina con un colofón retórico (como a menudo ocurre con la prosa de Victor Hugo). Incluso la figura alegórica es una mezcla de realismo y retórica, una figura “ideal” que, para esta ocasión, se ha vestido con los harapos de la gente del pueblo y que, en vez de la espada simbólica, empuña un fusil reglamentario.

Respecto a su composición, es fácil remontarse a la fuente: “La Balsa de la Medusa” de Géricault. Al igual que en la balsa, el plano de base es inestable, hecho de vigas sueltas (la barricada); y desde esta inestabilidad nace y se desarrolla “in crescendo” el movimiento de la composición. Al igual que en la balsa, las figuras forman una masa que sube, que culmina en una figura que agita algo; en Géricault, un trapo; aquí, una bandera. Al igual que en la balsa, en primer término están los muertos caídos hacia atrás; coinciden, incluso, en algunos detalles atrozmente realistas: el pubis al descubierto de un cadáver, un calcetín caído de otro… Es también idéntica la manera de sostener y subrayar el gesto culminante, acompañándole, a derecha y a izquierda, con el brazo levantado de dos figuras.

Analizadas las analogías, pasemos a las diferencias: Delacroix invierte el esquema compositivo de la balsa. Invierte la posición de los dos muertos del primer plano y también la dirección del movimiento de las masas, que en la balsa va de delante hacia atrás, y en La Libertad vienen hacia delante. ¿Por qué este cambio en la dirección del movimiento? Esta inversión hace desaparecer todo lo que había de clásico en el cuadro de Géricault: ya no existe el luminismo de Caravaggio sobre los cuerpos muy modelados, casi como si fuesen de bronce, sino un perfilamiento de las figuras a contraluz sobre el fondo encendido y humeante; ya no encontramos la unión de los cuerpos entrelazados, sino un aislamiento de las figuras principales. Y de la dureza ofensiva de las notas realistas no se sube a una solemnidad clásica, sino que se desciende a la caracterización social de las figuras para demostrar que niños, jóvenes, adultos, obreros, campesinos, intelectuales, soldados legitimistas y rebeldes son parte del pueblo y que a todos hermana la bandera tricolor. En la luz que abraza la escena, la luz hiere las formas a través de caminos diversos e inesperados, crea aureolas y difuminaciones que aumentan la sugestión emotiva.

Está claro que Delacroix no copió el esquema compositivo de Géricault por pereza mental, sino por la necesidad de corregirlo. Sentía que aquel esquema, a pesar de la novedad, conducía al pasado, al ideal clásico. Conservando su estructura, pero invirtiéndola, obligándola a servir de esqueleto a un lenguaje distinto, explícitamente moderno, imprime a la pintura francesa un impulso que la hace cambiar definitivamente de orientación. Es precisamente con el romanticismo de Delacroix cuando el arte deja de orientarse hacia lo que es antiguo y empieza a proponerse el hecho de ser de su tiempo.

Libertad Guiando al Pueblo


Francesco Borromini: San Carlino alle Quattro Fontane

1634-1691. Roma.

Conocida como “San Carlino” por sus reducidas dimensiones, se trata de la obra más representativa de Borromini y, paradójicamente, es contemporánea de la columnata de San Pedro del Vaticano, de Bernini.

San Carlo es la primera obra autónoma de Borromini y también la última en la que trabajará el arquitecto. Tenía 35 años en 1634, cuando los frailes Descalzos españoles de Roma le encargaron la construcción del convento y de la iglesia, y tuvo que superar la dificultad que comportaba lo reducido del espacio y su irregularidad. La primera fase, que incluye el convento y el claustro, concluyó en 1637.

De este momento destaca, sobre todo, el claustro, de reducidas dimensiones, en el que ya se manifiesta la ruptura de los esquemas tradicionales rectangulares. Los ángulos que deberían mostrar la intersección perspectiva de los planos se transforman en cuerpos sobresalientes y convexos, y reduce aún más el pequeño espacio con grandes columnas, evitando de esta manera la simetría y distribuyendo los intervalos con un ritmo alterno, más anchos y más estrechos, eliminando los ángulos para provocar un giro brusco del ritmo. En la planta baja, el pleno predomina sobre el vacío, al revés que en el piso superior: la alternancia de arcos y columnas tiene la finalidad de acentuar la luminosidad.

En un segundo momento, le fueron confiadas las obras de la iglesia, que Borromini resuelve con una planta elíptica que tiene el eje mayor dispuesto en sentido longitudinal, en el sentido contrario al que dispondrá Bernini en Sant’Andrea del Quirinal. En la planta se puede comprobar cómo Borromini estructura a partir de una clara geometrización del espacio. Dos triángulos equiláteros unidos por la base parecen ser la génesis de la obra, aunque también lo podría ser la anamorfosis del círculo. Ambas soluciones muestran una racionalización del lenguaje barroco. La planta es elíptica, con un sentido de contracción opuesto al de expansión que busca Bernini en Sant’Andrea. Alrededor de esta elipse se disponen diagonalmente las capillas.

En su interior presenta un orden único de grandes columnas agrupadas de cuatro en cuatro con nichos y molduras continuas en los muros, que parecen reducir más el espacio y obligar al muro a flexionarse, y a parecer deformada la cúpula oval que corona este espacio interno. Esta cúpula muestra una gran decoración que quiere simular un artesonado clásico con motivos octogonales, hexagonales y en forma de cruz, que van disminuyendo a medida que confluyen en la linterna. Introduce, pues, la planta flexible y utiliza formas cóncavas y convexas que se articulan en un muro ondulante, lo que da como resultado un espacio interior dinámico. De esta manera, este conjunto de pequeñas dimensiones, al no poder ser medido ni acotado, crea una espacialidad que la hace mayor a los ojos del espectador. La fachada del templo fue la última obra desarrollada por Borromini; iniciada en 1665, fue terminada por sus discípulos en 1682. Se trata de la forma más fragmentaria, discontinua y antimonumental de la arquitectura barroca. Está concebida como un objeto, un adorno, un relicario. Rompe la simetría del cruce de calles, esconde el cuerpo de la iglesia y parece como si se desprendiera de la pared. Con su triple flexión, con el juego de las columnas y el vaciado de los nichos, la densa ornamentación y el fraccionamiento continuo del plano, parece no tener otra finalidad que la de impulsar hacia arriba el óvalo con la imagen o reliquia que rompe la coronación del edificio y lo remata con un extraño apogeo. Está compuesta por dos pisos de tres calles cada uno. El central del primer piso, con la puerta de acceso al templo, es convexo, y los dos laterales cóncavos. En cambio, en el segundo piso, las tres calles son cóncavas. La cornisa marca el movimiento principal del conjunto cóncavo-convexo-cóncavo en la planta baja, y en el nivel superior se dibuja un movimiento cóncavo-cóncavo-cóncavo solo roto por el gran medallón que preside toda la composición y un pequeño templete elíptico con balconaje.


Descompone totalmente su fachada y ultrapasa la distribución tradicional seguida desde la Edad Media con su respeto por las fórmulas geométricas elementales (cuadrado, rectángulo, círculo) y por la simetría, norma que había imperado en los edificios de Brunelleschi y Alberti. Borromini descompone totalmente la fachada, alterando todas las relaciones y creando una intersección de elementos muy diferenciados entre sí (las pequeñas columnas con aberturas en los dos pisos, el friso corrido cóncavo-cóncavo con columnas de gran tamaño, la inclusión de imágenes con sus hornacinas, los relieves del piso superior). La misma fachada se presenta como una unidad independiente del interior del edificio con el que no guarda ninguna relación.

Todos estos elementos (fragmentación y aislamiento de unidades, juegos de curvaturas y elementos arquitectónicos sin casi función sustentante) manifiestan la expresividad ornamental del conjunto. Por ello, Borromini no tiene la necesidad de cargar las tintas con superficies doradas, con profusión de molduras de estuco o con incrustaciones de mármoles de colores. Su ornamentación se fundamenta, pues, en los elementos arquitectónicos contrastados, en la talla vigorosa de las formas, en la predilección por los perfiles afilados que refuerzan los juegos imaginativos de la luz. La arquitectura de Borromini se opone a la concepción renacentista de masas proporcionadas pero pasivas, y también a la barroca, eminentemente escultórica. La suya es una concepción orgánica y movida, según la cual todos los elementos estructurales actuaban y alcanzaban la complejidad de una inmensa membrana articulada.

Cuida que su fachada se adapte a la calle, mirando de no ultrapasar los límites lineales de esta y respetando su unidad utilizando los mismos materiales constructivos que los edificios colindantes. Lejos está, pues, de enmarcar el edificio en un marco majestuoso que resalte su nobleza y singularidad, como hacía Bernini.

San Carlo está concebido como si fuese un objeto delicado, un puro capricho de orfebrería. Por ello, muchos analistas le otorgan el papel de monumento en el sentido más anticlásico y lo interpretan como el último gesto de Borromini en su polémica antiberniniana.

Efectivamente, Bernini estaba más preocupado por la manifestación pública y política de sus templos, por manifestar, desde su arquitectura, el poder incontestable del papado. Contrariamente, Borromini nos presenta, sobre todo en San Carlo, una arquitectura que se inscribe mejor en una mística y espiritualidad al margen de los núcleos “vaticanistas” y que se acerca más a una espiritualidad personal y reflexiva como la que proponían las órdenes religiosas que eran, en definitiva, quienes le hacían los encargos.

San Carlo alle Quattro Fontane