La Guerra de Independencia Española (1808-1814): Un Conflicto Decisivo

La Guerra de la Independencia Española, también conocida como la Guerra del Francés, fue un conflicto armado que se desencadenó en 1808. La causa principal fue la oposición de España a la pretensión del emperador francés Napoleón I de instaurar en el trono español a su hermano José Bonaparte, en detrimento del rey legítimo, Fernando VII. Este hecho llevó al desarrollo de un modelo de Estado inspirado en los ideales bonapartistas.

Este conflicto se puede enmarcar dentro de la Guerra Peninsular, sumándose al enfrentamiento previo entre Francia, Portugal y el Reino Unido, convulsionando toda la península ibérica[1] hasta 1814.

Contexto Histórico y Social

La Guerra de Independencia Española se sitúa en el contexto de las Guerras Napoleónicas y la crisis del Antiguo Régimen, representado por la monarquía absoluta de Fernando VII. El conflicto se desarrolló en un trasfondo de profundos cambios sociales y políticos, impulsados por el surgimiento de la identidad nacional española y la influencia de algunos ideales de la Ilustración y la Revolución Francesa, paradójicamente difundidos por la élite de los afrancesados.

El Tratado de Fontainebleau y la Ocupación Francesa

Los términos del Tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807 por el primer ministro Manuel Godoy, preveían el apoyo logístico necesario al tránsito de las tropas imperiales hacia una nueva invasión conjunta hispanofrancesa de Portugal. Sin embargo, las tropas francesas fueron tomando posiciones en importantes ciudades españolas, siguiendo los planes de Napoleón. Convencido de contar con el apoyo popular, Napoleón había resuelto forzar el derrocamiento de la dinastía reinante, situación a la que se llegó por un cúmulo de circunstancias que el historiador Jean Aymes resume:

…la expedición a España deriva de una serie de consideraciones entre las que se encuentran mezclados la debilidad militar del estado vecino, la complacencia de los soberanos españoles, la presión de los fabricantes franceses, la necesidad de arrojar a los ingleses fuera de Portugal, la enemistad del Emperador hacia la dinastía de los Borbones, los imperativos de una estrategia política para el conjunto del Mediterráneo y, por fin, para remate y para ocultar ciertos cálculos sucios, los designios de Dios o las exigencias de una filosofía ad hoc

Aymes, Jean R.: La Guerra de la Independencia, Madrid, Siglo XXI, 1974.

El Levantamiento Popular y la Resistencia Española

El resentimiento de la población por las exigencias de manutención de las tropas extranjeras, que resultó en numerosos incidentes y episodios de violencia, junto con la fuerte inestabilidad política surgida tras el Motín de Aranjuez, precipitó los acontecimientos que desembocaron en la mítica jornada del 2 de mayo de 1808 en Madrid. La difusión de las noticias de la brutal represión posterior al 2 de mayo, inmortalizadas en las obras de Francisco de Goya, y de las abdicaciones de Bayona del 5 y 6 de mayo, extendieron por la geografía española los llamamientos iniciados en Móstoles al enfrentamiento con las tropas imperiales. Esto decidió la guerra por la vía de la presión popular, a pesar de la actitud contraria de la Junta de Gobierno designada por Fernando VII.

Fases del Conflicto y la Intervención Aliada

La guerra se desarrolló en varias fases. La iniciativa de las operaciones militares alternó entre los bandos enfrentados, dependiendo de la movilización de los recursos disponibles por los imperiales y de la puesta en práctica del fenómeno de las acciones conjuntas de guerrilleros y los ejércitos regulares aliados, dirigidos por Arthur Wellesley, duque de Wellington. Estas acciones provocaron el desgaste progresivo de las fuerzas bonapartistas, aunque al precio de extender el sufrimiento a la población civil. Esta padeció los efectos de un contexto de guerra total, de exponer a los intereses estratégicos a una parte de la naciente industria, considerada una amenaza para los intereses británicos[2] y franceses, o de disponer el pillaje de ciudades «afrancesadas».[3] A los primeros éxitos de las fuerzas españolas en los meses de primavera y verano de 1808, con la batalla del Bruch, la resistencia de Zaragoza y Valencia y, en particular, la sonada Batalla de Bailén, que provocaron la retirada francesa hacia el norte del Ebro y su evacuación de Portugal, siguió en otoño de 1808 la entrada de la Grande Armée con el mismo Napoleón al frente. Esto culminó el máximo despliegue de la autoridad ocupante hasta mediados de 1812. La retirada de efectivos con destino a la campaña de Rusia fue aprovechada por los aliados para retomar la iniciativa a partir de la Batalla de Arapiles, el 22 de julio de 1812 y, contrarrestando el contraataque imperial, avanzar a lo largo de 1813 hacia las fronteras pirenaicas, jalonando la retirada francesa con las batallas de Vitoria, el 21 de junio, y la de San Marcial, el 31 de agosto. El Tratado de Valençay, firmado el 11 de diciembre de 1813, dejaba a España libre de la presencia extranjera, pero no evitó la invasión del territorio francés, siendo la batalla de Toulouse, librada el 10 de abril de 1814, el último enfrentamiento de la guerra.

Reflexiones de Napoleón sobre la Guerra

Refiriéndose a la guerra de independencia española, Napoleón I, en su exilio, declaró:

Esta maldita Guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se relacionan con este nudo fatal: destruyó mi autoridad moral en Europa, complicó mis dificultades, abrió una escuela a los soldados ingleses… esta maldita guerra me ha perdido.

Fraser, Ronald: La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia, 1808–1814.[4]

Consecuencias Socioeconómicas y Políticas

En el terreno socioeconómico, la guerra costó a España una pérdida neta de población de 215.000 a 375.000 habitantes,[5] por causa directa de la violencia y las hambrunas de 1812, que se añadió a la crisis arrastrada desde las epidemias de enfermedades y la hambruna de 1808, resultando en un balance de descenso demográfico de 560.000 a 885.000 personas,[6] que afectó especialmente a Cataluña, Extremadura y Andalucía. A la alteración social y la destrucción de infraestructuras, industria y agricultura se sumó la bancarrota del Estado y la pérdida de una parte importante del patrimonio cultural.

Todo este sacrificio, sin embargo, no resultó en un fortalecimiento internacional del país, que quedó excluido de los grandes temas tratados en el Congreso de Viena, donde se dibujó el posterior panorama geopolítico de Europa. En el plano político interno, el conflicto permitió el surgimiento de la identidad nacional española, aunque por otro lado dividió a la sociedad, enfrentando a patriotas y afrancesados. También abrió las puertas del constitucionalismo, concretado en las primeras Constituciones del país, las de Bayona y Cádiz, y aceleró el proceso de emancipación de las colonias de América, que accederían a su independencia tras la Guerra de Independencia Hispanoamericana. La posterior reinstauración de la dinastía borbónica y el retorno del absolutismo, encarnado en Fernando VII, así como el reforzamiento de la Iglesia Católica, abrieron en España una era de luchas civiles entre los partidarios del absolutismo y los del liberalismo, que se extenderían a todo el siglo XIX y que marcarían el devenir del país:

…en 1808 —o unos años antes, cuando todavía era posible, quizás, una guillotina en la Puerta del Sol— los españoles nos equivocamos de enemigo. Error del que, doscientos años después, todavía pagamos las consecuencias.

Arturo Pérez-Reverte, «Una intifada de navaja y macetazo», diario EL País, 20/4/2008