La Moral en la Postmodernidad: Entre el Yo y el Otro

El problema lo encontramos cuando, tras la pérdida de la fe en el dios-razón, el centro de la acción es el dios-Yo. Cuando “Narciso” es el que toma el relevo como criterio de construcción de la moral, la moral sin duda acabará ahogada y ahogando. Si sólo son las actitudes, sentimientos, o preferencias del ego los que orienten la acción, y sólo son criterios puramente individualistas los que juzguen la misma, habrá tantas reglas morales como necesidades individuales tenga cada uno. Solo valdrá lo que agrade a Narciso. La única gran norma moral será “vive y sé feliz”.

Ante este narcisismo surgen planteamientos críticos que reclaman la necesidad de buscar en el “Otro” un aliado indispensable que saque al sujeto de su propio egocentrismo, de su propia mismidad. La construcción de la moral, de la identidad, desde uno mismo es muy pobre, el sujeto egocéntrico acaba empobrecido, ahogado en su propia mismidad. Para Levinas, la mismidad supone un encadenamiento a sí mismo en el que yo se ahoga en sí mismo, escuchando sólo la locura de su deseo, de su interés, sólo tiene la preocupación de sí mismo.

Ante el problema de la mismidad, la alteridad se brinda como referente sobre el que construir la moral. Una moral que, desde la alteridad (desde el “Otro”), se verá enriquecida por otros puntos de vista, por otros modos de vida, por otros criterios morales.

En definitiva, en la postmodernidad, tras la pérdida de la fe en alcanzar una única verdad moral mediante la razón, se erigen dos grandes referentes morales que conforman sendas opciones para convertirse en el eje sobre el que vertebrar la acción moral: Yo y el Otro. Tomados como únicos referentes pueden llegar a generar individualismo y Narcisismo (en el caso del Yo) o dependencia en el caso de tomar exclusivamente el criterio del Otro como referente desde el que tomar las decisiones. Por eso, se hace necesario encontrar un equilibrio en que el propio sujeto (yo) sea agente-creador de la acción moral teniendo siempre como punto de referencia al Otro.

La Pedagogía en la Postmodernidad

Hegemonía y educación en la modernidad

La escuela de occidente hunde sus raíces en la pretensión ilustrada y moderna de ofrecer un espacio objetivo y neutral de igualdad de oportunidades, donde todos los individuos independientemente de sus peculiares condiciones de origen económico, social, cultural o sexual puedan acceder a la cultura pública universal. Esto conduce al diseño de una institución pública, gratuita y obligatoria, que confía en la objetividad y asepsia de la racionalidad moderna como criterio con el que demarcar qué contenidos, valores deben formar parte de esa instrucción universal.

Sin embargo, la razón llega a convertirse en la modernidad en el nuevo tótem con el que alzar significados culturales a la categoría de universales o absolutos. El racionalismo absoluto de la modernidad, hace estragos en el sistema educativo. Así por ejemplo, el delimitar o empaquetar en el currículum unos contenidos académicos dados como científicos y universalmente valiosos –pero paradójicamente completamente asignificativos para que el individuo pueda interpretar su vivencia y experiencia cotidiana con la realidad−; la creación de un currículum oficial y oficioso en el que se privilegian los significados o referentes culturales de unas comunidades sobre los de otras; la proliferación de una prácticas profesionales docentes en las que predomina la realización de acciones funcionariales, pero donde a los docentes se les coarta la posibilidad de generar espacios y tiempos que hagan posible la confrontación respetuosa y el enriquecimiento entre significados de distintas culturas, son, a mi entender, algunos de los males que las desviaciones de la modernidad ha traído a la institución escolar contemporánea.

La escuela ha sido, y en ocasiones lo sigue siendo, un escenario de este uso desviado de la racionalidad. Y es que, el modelo educativo de la modernidad, basado en la razón como herramienta con la que descubrir la verdad absoluta, ha ido configurando y delimitando los objetivos y contenidos que debían ser transmitidos en la escuela. En estas escuelas, los alumnos tienden a asimilar las verdades y contenidos que les son transmitidas. Dichas verdades, por un lado, en su mayoría resultan asignificativas e inservibles para que el alumnado las conecte y les sirvan para interpretar racional y críticamente sus experiencias y realidades cotidianas; y por otro lado, dichas verdades suelen mostrar una visión sesgada y parcial de la realidad, que sin embargo, habitualmente se suele presentar como verdades fundamentales para la vida que no dejan lugar a otros saberes.

Esta desubstanciación del saber está provocada por la concepción instrumental y tecnócrata de la racionalidad y además termina arrojando a los maestros al rol de técnicos. Como afirma Labarre el problema con esta perspectiva es que promociona un modelo tecnocrático de la enseñanza y tiende a ocultar el contenido ético de los problemas instructivos. De esta forma, los maestros y educadores quedan relegados a utilizar sus capacidades mentales y racionales para transmitir los objetivos y contenidos que “les vienen desde arriba”: (administración, editoriales o expertos) sin poner en tela de juicio el sentido y la función que tienen y van a desempeñar dichos objetivos y contenidos.

Efectivamente, los profesionales de la educación corremos el riesgo de no ser muy conscientes del ‘funcionarismo’ en el que podemos vernos abocados, del abandono negligente de nuestros derechos y deberes democráticos, de no ejercer nuestra capacidad de racionalidad crítica, a partir de la cual discernir y reflexionar sobre el modelo de sociedad y de persona que estamos contribuyendo a construir.