La Regencia de María Cristina (1833-1840)

Tras la muerte de Fernando VII en 1833, se inició el reinado de Isabel II bajo la Regencia de María Cristina. En octubre de ese mismo año, Carlos María Isidro, hermano del difunto rey, reclamó su derecho al trono mediante el Manifiesto de Abrantes. Sus ideales absolutistas, resumidos en el lema “Dios, Patria y Rey”, defendían la preeminencia de la Iglesia y los fueros tradicionales. Obtuvo el apoyo del bajo clero, parte de la antigua nobleza y de la población del norte peninsular, especialmente en las zonas rurales.

Por otro lado, la causa isabelina, que defendía la legitimidad de la joven reina, contó con el respaldo de una parte de la nobleza, las altas jerarquías eclesiásticas y funcionarios. Sin embargo, la necesidad de ampliar estos apoyos llevó a la regente a buscar la adhesión de los liberales, quienes exigían el fin del absolutismo y del Antiguo Régimen.

La Primera Guerra Carlista (1833-1839)

El conflicto armado entre carlistas e isabelinos, conocido como la Primera Guerra Carlista, se extendió desde 1833 hasta 1839. En una primera fase, el avance carlista, liderado por el general Zumalacárregui, se concentró en Navarra, País Vasco y Cataluña, logrando controlar en 1835 gran parte de las provincias vascas. Posteriormente, los carlistas intentaron expandirse fuera de sus núcleos de control, pero fracasaron.

El bando isabelino, bajo el mando del general Espartero, inició una campaña en el norte. Mientras tanto, en el bando carlista, el general Maroto asumió el mando y comenzó a contemplar la vía negociadora. El agotamiento provocado por la guerra y la incertidumbre sobre su desenlace condujeron a la firma del Convenio de Vergara en agosto de 1839. Este acuerdo establecía la devolución de los fueros a las provincias vascas y Navarra a cambio del reconocimiento de Isabel II como reina. Don Carlos, contrario al pacto, se exilió en septiembre de 1839.

Evolución Política durante la Regencia de María Cristina

En el ámbito político, Cea Bermúdez fue destituido en 1834 y reemplazado por Martínez de la Rosa, quien promulgó el Estatuto Real de 1834. Este documento, una carta otorgada que no reconocía derechos fundamentales, establecía unas Cortes bicamerales sin atribuciones legislativas ni soberanía, con un carácter meramente consultivo y subordinadas al monarca.

El malestar social creció durante el verano de 1835, con protestas y motines que se intentaron frenar con el nombramiento de un nuevo gobierno progresista liderado por Mendizábal. Se adoptaron medidas como la libertad de imprenta, la Ley de supresión de conventos y el Decreto de Desamortización de los bienes del clero regular. Estas medidas provocaron la destitución de Mendizábal y la regente volvió a llamar a los moderados para formar gobierno.

Los levantamientos liberales, como el de los sargentos de La Granja en 1836, obligaron a María Cristina a restaurar la Constitución de 1812 y a destituir a Istúriz, nombrando jefe de Gobierno a Calatrava. La Constitución de 1812 se aplicó por un breve periodo, ya que en 1837 se promulgó una nueva constitución.

La Constitución de 1837

La Constitución de 1837, fruto del trabajo de unas Cortes con mayoría progresista, reconocía la soberanía nacional, una amplia declaración de derechos (prensa, asociación, etc.), la división de poderes y la Milicia Nacional. Las Cortes eran bicamerales, compuestas por un Senado de designación real y un Congreso de los Diputados elegido por sufragio censitario.

Tras 1837, se sucedieron gobiernos moderados. La ley de reforma de ayuntamientos, favorable a los moderados, provocó una insurrección liberal liderada por Espartero, que consiguió la caída del gobierno y la salida de María Cristina hacia el exilio en 1840.

La Regencia de Espartero (1840-1843)

Espartero inició su mandato con un claro impulso a las libertades, pero derivó hacia un marcado autoritarismo, perdiendo la popularidad que le había llevado al poder. Disolvió las juntas y convocó elecciones que dieron la mayoría a los progresistas. Una vez derogada la Ley de ayuntamientos, se planteó el debate sobre si la regencia debía ser única o de tres personas, como defendían buena parte de los progresistas. Espartero optó por la regencia única y gobernó con un marcado personalismo que le aisló de sectores progresistas críticos con su gestión.

La regencia de Espartero permitió inicialmente un impulso de las libertades, el auge de la prensa, con publicaciones incluso de carácter republicano, y un incipiente asociacionismo obrero. Se reactivó la venta de bienes del clero (regular y secular) a un ritmo más rápido que en la etapa anterior. Durante su regencia también fueron elegidos los primeros concejales republicanos en ciudades como Sevilla, Valencia y Barcelona.

Una de sus actuaciones de mayor trascendencia fue la negociación de un arancel librecambista que supuestamente abriría el mercado español a los tejidos de algodón ingleses en 1842. La industria textil catalana se sintió amenazada y se produjo un levantamiento en Barcelona, en el que se involucraron la burguesía y las clases populares, que veían peligrar sus puestos de trabajo. Espartero bombardeó la ciudad y proclamó el estado de guerra hasta controlarla.

Desde el comienzo de su regencia, Espartero contó con la oposición de los militares moderados, financiados desde París por María Cristina. En 1841, se produjo un movimiento militar contra Espartero liderado por O’Donnell, que terminó con el fallido intento de asalto al palacio y la represión de algunos de los generales participantes.

En 1843, la confluencia de la oposición progresista y los generales moderados derivó en un levantamiento que llevaría al exilio a Espartero. La junta de Barcelona planteó formar una Junta Central para poner en marcha reformas de contenido democrático. Ante esa situación y la inconveniencia de nombrar una nueva regencia, las Cortes adelantaron la mayoría de edad de Isabel II y la proclamaron reina a los trece años.