1.4. La Oposición al Régimen

Además de los partidos Conservador y Liberal, existieron otras corrientes políticas al margen del sistema: el carlismo, el republicanismo, el socialismo y los nacionalismos.

El Carlismo

El carlismo, a la derecha del espectro político, experimentó un declive. Durante el Sexenio Democrático recibió el apoyo del Vaticano y del catolicismo más integrista, que rechazaba cualquier opción liberal. Sin embargo, las actitudes aperturistas del papa León XIII permitieron un acercamiento entre la Santa Sede y el nuevo régimen español. Así, el carlismo perdió su tradicional apoyo, aunque mantuvo cierta popularidad en el País Vasco y en Navarra, y entre sectores católicos muy conservadores.

El Republicanismo

Los republicanos se fragmentaron en varios partidos: los posibilistas de Castelar; la Unión Republicana, de Salmerón; el Partido Republicano Radical, de Ruiz Zorrilla; y el Partido Republicano Federal, de Pi i Margall. Estos grupos fueron minoritarios y apenas alteraron la hegemonía ejercida por conservadores y liberales.

El Socialismo

En 1879 se fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), primer partido obrero que se creó en España siguiendo las recomendaciones de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT). Con un programa marxista, intervino en la política oficial para representar los intereses de los trabajadores, sin que ello supusiera la aceptación del orden burgués. Su fundador fue el tipógrafo Pablo Iglesias. Finalmente, el PSOE se organizó en 1888 con motivo de su primer congreso celebrado en Barcelona. Allí se estableció el modelo de un partido de masas, descentralizado, con una estructura democrática y una disciplina interna que obligaba a cumplir estrictamente las decisiones aprobadas desde la base.

En 1890, con la aprobación del sufragio universal masculino, el PSOE inició su actividad electoral. Aunque logró algunos éxitos en las elecciones municipales, sus miembros debieron esperar hasta 1910 para conseguir un acta de diputado.

Los Nacionalismos Periféricos

El origen del nacionalismo catalán se remonta a las manifestaciones culturales ligadas al Romanticismo y a la Renaixença, movimiento que promovió el uso de la lengua catalana y la recuperación de sus tradiciones culturales. Durante el Sexenio Democrático, emergió la vertiente política del catalanismo en el contexto del proyecto federal de Estado y se desarrolló a partir de 1880 con la celebración del Congreso Catalanista. Dos años después, se creó el Centre Català, que presentó a Alfonso XII un Memorial de Greuges (Memorial de Agravios). En él, entre otros puntos, se rechazaban la política librecambista del Gobierno, las limitaciones que para el derecho civil tradicional de Cataluña representaba el proyecto de Código Civil y se reivindicaba el uso de la lengua catalana.

La Unió Catalanista elaboró, al año de su fundación en 1891, las Bases de Manresa. En ellas se propusieron la autonomía y el restablecimiento de las instituciones tradicionales catalanas –Corts, Generalitat, etc.–. Después del desastre del 98, el catalanismo político conectó con el espíritu regeneracionista que siguió a la derrota de Cuba.

El nacionalismo vasco, poco relevante hasta finales del siglo XIX, surgió como reacción contra la abolición de los fueros en 1876, tras la guerra carlista. De raíces rurales, entendía que el liberalismo, en lo político, atentaba contra las señas históricas vascas (los fueros) y, en lo económico, generaba un fuerte desarrollo industrial, con afluencia masiva de inmigrantes y una profunda transformación de las viejas estructuras rurales del territorio; hechos que alteraban la identidad del país. Sabino Arana Goiri dio forma al primer nacionalismo vasco y fundó el Partido Nacionalista Vasco en 1895.

En Galicia también aparecieron grupos regionalistas. El principal teórico del galleguismo fue Alfredo Brañas, pero políticamente el nacionalismo gallego no se organizó hasta las primeras décadas del siglo XX.

2.2. La Sociedad de la Restauración

En esta misma línea se situaban los pequeños propietarios, especialmente de Castilla, dueños de minifundios incapaces de producir lo suficiente para una subsistencia digna, pero que, por su conservador estilo de vida, se encontraban entre los grupos cercanos al régimen.

El Mundo Obrero y sus Problemas

Al margen de los grupos anteriores, en el mundo obrero se diferenció un proletariado industrial, minoritario, y otro rural. El primero se consolidó durante las últimas décadas del siglo en torno a los centros industriales de Barcelona, Madrid, Bilbao, Asturias y de los principales núcleos urbanos.

El proletariado rural padecía condiciones de vida todavía peores, especialmente en la España latifundista, en la que el absentismo de los grandes propietarios dejaba en manos de arrendatarios la explotación de los campos. Por su parte, los arrendatarios se limitaban a obtener los máximos rendimientos a costa de disminuir la contratación de mano de obra estable y de recortar los jornales. La corta duración de los arrendamientos impedía introducir innovaciones técnicas para aumentar los rendimientos de los cultivos.

En el proletariado rural se distinguían tres grupos:

  • Los trabajadores por cuenta propia, que laboraban pequeñas parcelas de acuerdo con el dueño o arrendatario y se veían obligados a emplear a toda la familia para compensar los gastos de la explotación.
  • Los campesinos acomodados (capataces, mozos de mula o gañanes), que vivían en los cortijos y percibían sueldos fijos durante todo el año.
  • Los jornaleros, que solamente trabajaban cuando había faenas. Los bajos salarios, las durísimas condiciones de trabajo, el alejamiento de sus lugares de residencia, el carácter itinerante de la actividad y el escaso número de jornadas laborables (en torno a 270 días al año si las condiciones climatológicas eran propicias), constituían los rasgos característicos de la vida del jornalero.