La evolución del franquismo y la transición española
El franquismo y su evolución económica
El franquismo se caracteriza por su capacidad de adaptación, evolución y transformación. En este sentido, vinculado al contexto político e internacional, la política económica del régimen sufrió una evolución la cual, entre otras cosas, se tradujo en importantes cambios que afectaron la sociedad y sus estructuras. Respecto a la economía, tras la Guerra Civil, obedeciendo a la ideología fascista del momento y al aislamiento de España a nivel internacional tras la II Guerra Mundial, las autoridades franquistas desarrollaron una política económica autárquica cuyo objetivo era hacer de España una nación autosuficiente. Esta autosuficiencia implicaba una intensa intervención del Estado en la economía, que se tradujo en la creación de un sector industrial público (Instituto Nacional de Industria), la regulación de los precios y la limitación de las importaciones. El resultado de la autarquía fue desastroso: no hubo crecimiento económico durante los años 40 y se mantuvo el racionamiento hasta principios de los 50. El riesgo de quiebra, de esta forma, obligó a Franco a realizar cambios de Gobierno (1957), que llevaron al poder a los tecnócratas del Opus Dei (Ullastres, Navarro Rubio o López Rodó). Estos promovieron un programa de liberalización de la economía, pero sin alterar la estructura autoritaria del régimen. Para ello diseñaron un programa que se apoyaba en dos ejes: el Plan de Estabilización (1959), que implicó el saneamiento de la economía a través de la contención del déficit, la reducción de la inflación y el fomento de las exportaciones; y toda una serie de medidas de liberalización como la reducción de los controles estatales sobre la economía (importaciones, precios…) y la apertura de esta al exterior (atracción de inversiones extranjeras e instalación de empresas extranjeras). Estas medidas favorecieron el despegue de la economía en los años 60 dando lugar a un espectacular crecimiento conocido como desarrollismo. Este no se podría entender, sin embargo, sin otros factores estructurales importantes como la existencia de una mano de obra abundante barata y poco conflictiva procedente del éxodo rural y el aumento de las divisas procedentes del extranjero a través del turismo y las remesas de los emigrantes. De esta forma, a pesar de sus logros, las carencias del desarrollismo, vinculados a los factores mencionados, también fueron importantes: emigración de cerca de dos millones de españoles a la Europa industrial debido al crecimiento insuficiente de la economía para absorber la demanda de empleo; bajos salarios, que mantuvieron la renta per cápita española por debajo de la de los países del entorno; dependencia industrial y tecnológica del exterior; falta de un estado del bienestar; y desequilibrios territoriales (la industrialización se concentró solo en determinadas regiones como Cataluña, País Vasco, Madrid, Asturias y Valencia), cuyos efectos se intentaron corregir, sin demasiado éxito, con la puesta en marcha de los Planes de Desarrollo (1962).
La transformación de la sociedad española
El auge económico y la llegada masiva de turistas alentaron nuevas pautas de conductas que transformaron la sociedad y sus costumbres, reflejándose en:
- El crecimiento demográfico
- El mercado de trabajo (aumento de la población activa dedicada en el sector secundario y terciario frente al primario; e incorporación de la mujer al mercado laboral)
- Los movimientos migratorios (del campo zonas industriales; el predominio de la población urbana y su clase media (que alcanzó los 2/3 del total y pasó a convertirse en el principal sostén del régimen al aceptar la falta de libertades a cambio del bienestar, fenómeno conocido como franquismo sociológico)
- La aparición de la sociedad de consumo (generalización del uso de los electrodomésticos, el automóvil o las vacaciones)
- Un proceso de secularización (sobre todo entre los jóvenes, manifestada en la extensión y universalización de la educación), y cambios en la Iglesia, que tras el Concilio Vaticano II (1965) se distanció notablemente del régimen.
Se puede decir que, por tanto, todo este proceso de transformación explica, entre otras cosas, que en 1975, a la muerte de Franco, el régimen estaba caduco y obsoleto y los aires de cambio se impusieron.
La evolución de la oposición al franquismo
La oposición a la dictadura franquista, al igual que lo hizo el régimen a nivel político y económico, se caracteriza por su evolución, transformación y capacidad de adaptación. En este sentido, podemos decir que cambió a medida que lo hacía el régimen, pudiéndose establecer varias fases o momentos claves en dicha evolución (posguerra, años 50-60, final del franquismo), y que fue aumentando a medida que lo hacía la crisis del propio régimen. Inicialmente, ya desde la Guerra Civil, el régimen desató una durísima represión (Ley de Responsabilidades Políticas; Ley sobre la Represión de la Masonería y el Comunismo) para acabar con cualquier oposición, siendo miles de españoles encarcelados o fusilados y otros tantos tuvieron que exiliarse. Debido a ello, en los primeros años de la dictadura, la oposición antifranquista se limitó a sobrevivir organizada en partidas de guerrilleros (el maquis) que, dirigidas por el PCE o la CNT, fracasaron en su intento de invasión del valle de Arán (1944). Paralelamente, en el exterior la oposición intentaba obtener el apoyo de las democracias occidentales: por un lado, el Gobierno republicano en el exilio denunciaba el totalitarismo del franquismo y reclamaba la restauración democrática; mientras que, por otro, los monárquicos reivindicaban (Manifiesto de Lausana, 1945) el restablecimiento de una monarquía constitucional con Juan de Borbón como rey. Tras estos primeros años, sin embargo, en los años 50 se llevó a cabo una reorganización de la oposición. El PCE renunció a la lucha armada (disolución del maquis) y concentró sus esfuerzos en reivindicaciones pacíficas de masas (huelga de tranvías de Barcelona o revuelta universitaria de Madrid) e hizo un llamamiento a la reconciliación nacional. De esta forma, en los años 60 la oposición al régimen se intensificó: el PCE fundó el sindicato clandestino Comisiones Obreras (CCOO) que lideró las reivindicaciones obreras (huelga minera de Asturias). En 1962, por su parte, se celebró la Conferencia de Munich (acuñada despectivamente por los franquistas como el “Contubernio de Múnich”), una reunión de las principales fuerzas políticas antifranquistas, que escenificó esa reconciliación nacional, al tiempo que proclamaron su apuesta por la democracia y por Europa (España acababa de ser rechazada en la CEE). Igualmente, en esos años se reactivó el nacionalismo periférico vasco y catalán, a la vez que nacía la organización independentista vasca ETA que pronto se inclinaría por la estrategia violenta (terrorismo). Frente a ello, el régimen respondió con un incremento de la represión, creando el Tribunal de Orden Público, que juzgaba delitos políticos, y declarando el estado de excepción en los momentos de máxima tensión. Desde finales de los 60 e inicios de los 70, por su parte, el proceso de descomposición del régimen fue en aumento y la oposición, de consecuencia, vivió su momento de auge. En este sentido, el régimen empezaba a dar signos de agotamiento: la enfermedad de Franco empeoraba; los enfrentamientos entre “familias” aumentaban; los roces entre “aperturistas” e “integristas” (el búnker) crecieron; y las contradicciones del desarrollismo (que generó transformaciones sociales pero no libertades políticas) provocaron el aumento de la oposición. En relación a esto, el PCE continuó hegemonizando la oposición liderando la lucha obrera y sindical (multiplicación de huelgas), las protestas estudiantiles (que provocaron el cierre periódico de universidades) y los conflictos vecinales (que cobraron fuerza en las barriadas de las grandes ciudades). Los monárquicos, por su parte, fundaron partidos liberales y democristianos, liderados por personalidades procedentes del régimen marginadas por su aperturismo.
La Transición española
La denominada Transición española es una etapa o período histórico por el cual se devolvió la democracia a España, dejando atrás el régimen dictatorial franquista. Es, en otras palabras, el proceso del restablecimiento democrático tras la muerte de Franco. Comenzó, en este sentido, en 1975 con la proclamación de Juan Carlos I como rey, en un ambiente de incertidumbre que ofrecía tres alternativas políticas: el continuismo o “búnker”, que defendía mantener la dictadura bajo una monarquía autoritaria; el reformismo, que proponía impulsar una transición legal de la dictadura a una monarquía constitucional ante la inviabilidad de mantener una dictadura; y el rupturismo, que buscaba liquidar la legalidad franquista e instaurar una democracia similar a las occidentales. En este contexto, cuando Juan Carlos I asumió la Jefatura de Estado, en su primer discurso manifestó su deseo de ser el “rey de todos los españoles” y ratificó a Arias Navarro como presidente. Su lentitud para aplicar reformas democráticas, sin embargo, forzó su dimisión (julio de 1976) y el nombramiento como presidente a Adolfo Suárez con la misión de liderar la transición de la dictadura a la democracia sin romper con la legalidad franquista (“de la ley, a la ley”). Para ello Suárez redactó la Ley para la Reforma Política (4 enero 1977), la última “ley fundamental” que permitía eliminar las estructuras de la dictadura franquista desde un punto de vista jurídico estableciendo una democracia. Su aprobación en las Cortes franquistas y la posterior ratificación por referéndum, debilitó fuertemente a los partidos antifranquistas rupturistas, que finalmente aceptaron la monarquía y el reformismo como vía para implantar la democracia a cambio de la legalización de todos los partidos (incluido el PCE) y la concesión de una amnistía política. Asentadas las bases democráticas, de esta forma, en junio de 1977 se convocaron las primeras elecciones libres desde 1936. Ganó por mayoría simple la Unión de Centro Democrático (UCD), partido fundado por Adolfo Suárez, que formó un gobierno cuya necesidad de apoyo parlamentario facilitó un espíritu de consenso que permitió alcanzar grandes acuerdos como los Pactos de la Moncloa (acuerdos entre partidos, patronal y sindicatos para hacer frente a la crisis económica), la descentralización estatal (se restableció la Generalitat y se aprobó un régimen preautonómico para el País Vasco y Galicia) y la elaboración de una Constitución, que debía ser sometida a referéndum para su aprobación. Esta última, en este sentido, fue fruto del consenso general entre partidos (UCD, PSOE, PCE, AP, nacionalistas catalanes… más la abstención del PNV), que formaron una comisión de representantes (los llamados “padres de la constitución”) que elaboró un borrador que fue finalmente aprobado por las Cortes y ratificado en referéndum el 6 de diciembre de 1978. Como resultado, España se definía como una Estado social y democrático de derecho, donde la soberanía la ejerce el pueblo. Se establecía, además, una monarquía parlamentaria en la que el rey reina pero no gobierna, y en la que se reconocen amplios derechos individuales y sociales, además de la aconfesionalidad del Estado. Así mismo, se implantaba la división de poderes; unas instituciones garantes del sistema, como el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo; y una estructura descentralizada (Estado de las autonomías) pero garantizando la unidad territorial. Se atendía, de esta forma, a las reivindicaciones históricas del nacionalismo catalán y vasco pero extendiendo el derecho a crear comunidades autónomas a las regiones que lo solicitasen. Para ello, la Constitución diferenció entre: la llamada “vía rápida”, para las nacionalidades históricas (Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía), que desde 1979 alcanzaron la autonomía y se les otorgaron más competencias; y la “vía lenta”, para el resto de regiones, que accedieron a partir de 1981.
Se iniciaba así un largo proceso de transferencia de competencias desde el Gobierno central a los autonómico cuyo resultado final que el establecimiento de 17 Comunidades Autónomas (más dos ciudades autónomas), cada una regida por su Estatuto de Autonomía (elaborado por su Parlamento y ratificado por la población en referéndum y por el Parlamento nacional), asamblea legislativa y gobierno. En definitiva, podemos decir que la Transición consistió en un proceso de restablecimiento democrático progresivo que concluyó, tras la aprobación de una Constitución, en 1982 con la llegada al poder del PSOE (la victoria de un partido de izquierda significó la normalización democrática). Fue impulsada, como hemos visto, por Juan Carlos I y Adolfo Suarez, defensores del reformismo, con el apoyo de las organizaciones sociales (partidos, sindicatos, empresarios, Iglesia) y la mayoría de la población. Contó, sin embargo, con notables obstáculos, entre ellos, la crisis económica, la elevada conflictividad social y las tensiones políticas, estas dos últimas provocadas, entre otras cosas, por el terrorismo. En este sentido, aprovechando la debilidad de los primeros Gobiernos de la Transición, grupos de diferentes ideologías extremas intentaron lograr sus objetivos a través de la fuerza: la extrema derecha trató de impedir la llegada de la democracia generando un clima de inestabilidad mediante atentados (matanza de Atocha, 1977) y fallidos golpes de Estado (23-F, 1981); mientras que la extrema izquierda comunista radical (GRAPO) y, sobre todo, la independentista ETA, por su parte, buscaron forzar una negociación política recurriendo a secuestros y asesinatos en los conocidos como “años de plomo”, entre 1979 y 1980.