Guillermo de Ockham
GUILLERMO DE OCKHAM
Pese a todos los esfuerzos intelectuales de Tomás de Aquino, que no fueron pocos, por conciliar la fe y la razón, pronto se vio que la cuestión no tenía buen aspecto y que cada vez resultaba más difícil conciliar las contradicciones que se iban produciendo entre ambas formas de reflexión. Y fue precisamente Guillermo de Ockham el que acabó por certificar la defunción del problema. En la historia de la filosofía hay veces en que nos encontramos con problemas que son irresolubles, pero que con un cambio de perspectiva en el planteamiento del problema acaban por disolverse, lo que supone que van perdiendo interés en la vida del hombre. Esto parece ser lo que ocurrió con el problema de la relación entre la fe y la razón. Buena parte de la “culpa” de la disolución del problema la tuvo la introducción de la filosofía aristotélica que realizó Tomás de Aquino para resolverlo que, lejos de aclarar las cosas, acabó funcionando como un caballo de Troya que llevara al enemigo en su interior. Esto es lo que supo descubrir Ockham. Recordemos que, en esencia, el problema fe-razón nos planteaba la duda de saber cual de los dos tipos de conocimiento nos aproximaba más a la verdad. Siguiendo la teoría aristotélica, Ockham piensa que existen dos formas de conocimiento: intuitivo y abstractivo. El primero es el que nos muestra de una manera clara y evidente la realidad en sí misma, mientras que el segundo es el fruto de una abstracción que la mente realiza. Si esta es la forma de funcionar de nuestra mente, tendremos que concluir necesariamente que toda forma de conocimiento se inicia en la experiencia sensible puesto que lo sensible es lo primero con que nos encontramos al mirar al mundo circundante. Nadie se encuentra de una manera inmediata con ideas abstractas, por mucho que estas resulten imprescindibles para obtener un conocimiento universal y necesario, pero lo primero es la experiencia sensible. De esta postura empirista tan radical hay que deducir coherentemente que el enfrentamiento fe-razón no tiene ningún sentido, ya que, si la única fuente de conocimiento fiable es la experiencia sensible, y esta sólo se puede entrar sobre las cosas naturales, cualquier otra realidad que trascienda el mundo de lo sensible nunca podrá ser alcanzada por la razón. Como quiera que los objetos de la fe trascienden a la razón, es necesario afirmar que existe una diferencia básica y radical entre la fe y la razón y que sólo puede haber pequeños puntos ocasionales de intersección entre ambas, pero nunca coincidencia en lo fundamental. Por lo tanto es inútil seguir con el intento de conciliarlas puesto que son dos reflexiones irreconciliables. La conclusión de Ockham es que allí donde hay fe no puede haber razón y allí donde hay razón no puede haber fe. Si algún artículo de la fe pudiera ser demostrado racionalmente, entonces la fe ya no tendría ningún sentido; y por otra parte, para poder demostrar todos los artículos de fe debería ser posible tener un conocimiento sensible de Dios y de toda la realidad sobrenatural, lo cual es evidentemente contrario a su propia definición. Así pues, quedan condenadas al fracaso desde el inicio todos los intentos de demostrar racionalmente la existencia de Dios ni cualquier otra proposición de fe que no tenga ningún contenido material que pueda ser percibido por los sentidos. Sin embargo, aunque no sea racionalmente demostrable, se puede llegar a la afirmación de la existencia de Dios y de todo lo sobrenatural siempre desde el ámbito de la fe. Con respecto al dogma de la Santísima Trinidad y rechazando los intentos de Agustín, Anselmo y Buenaventura de mostrar su racionalidad o, al menos, su concordancia con la estructura de la psique humana o con el mundo, Ockham escribe: “Que una única esencia simplicísima sea tres personas realmente distintas es cosa de la que no puede convencerse ninguna razón natural y sólo afirma la fe católica, como algo que supera todo sentido, todo intelecto humano y casi toda razón.” Niega la posibilidad de cualquier interpretación racional de esta suprema verdad de la fe cristiana de una manera tan radical que señala la fase final de la escolástica. La razón ya no puede ofrecer ningún apoyo, porque no logra otorgar al dato revelado más transparencia que la que le da la fe. Las verdades de fe son un don gratuito de Dios y deben seguir siéndolo. No es honrado revestir de plausibilidad racional unas verdades que trascienden la esfera humana y que desvelan perspectivas que serían impensables e inalcanzables de otra forma. La razón humana posee un ámbito y una tarea diferentes del ámbito y de la tarea de la fe. A la razón lo que es de la razón, por tanto el mundo de la experiencia, y a la fe lo que es de la fe; no sólo no deben ir revueltas, sino que tampoco deben ir juntas. Y esto no lo dice el científico, celoso de su independencia y temeroso de las intervenciones de posibles procesos inquisitoriales; lo dice más bien el teólogo, que quiere limpiar el terreno de la teología de un exceso de racionalismo que puede terminar desvirtuando la radical originalidad de la fe y la no menos radical trascendencia de Dios. Ockham vivió un período de transformación no sólo del pensamiento, como ya hemos tenido oportunidad de ver, sino que esas disquisiciones teóricas tuvieron, como no podía ser menos, una influencia notable en la concepción política también. No era difícil suponer que si el problema de la relación entre la fe y la razón se resolvía separando sus campos de acción y confirmando su independencia esto iba a socavar la fundamentación religiosa del poder. El poder es algo que se ejerce en el ámbito de lo material y lo sensible, así que cada vez se hacía más difícil justificar su uso (cuando no su abuso) en nombre de principios sobrenaturales, absolutamente indemostrables. La polémica se concretó en la época de Ockham en la justificación del poder terrenal del Papado. Para entender la polémica en sus justos términos, hay que recordar que en aquellos tiempos el Papa poseía unos extensos territorios en la península italiana que se veía obligado a defender con un ejército como cualquier otro país, pero esta situación provocaba numerosos problemas porque a este hecho también se unía que el Papa también era una autoridad espiritual para todos los cristianos, no sólo para sus súbditos y esto era muy difícil de conciliar con la política militar de alianzas y enfrentamientos del Estado papal. Ockham proponía que todo lo referente a la fe debía formar parte de la libertad individual: “la ley de Cristo es una ley de libertad”, por eso el papado no está legitimado para imponerse con criterios religiosos a nadie ni en materia religiosa ni, por supuesto, en materia política. Era la respuesta lógica contra un Papado rico, autoritario y despótico que pretendía subordinar no sólo a sus propios súbditos, sino también a todos los príncipes y poderes de la tierra que se reclamaban cristianos. No es extraño que Ockham viera en esta institución la negación absoluta de lo que quiso instaurar Jesucristo que no era otra cosa sino una comunidad libre, ajena a toda preocupación mundana donde el Papa debe ser el garante de la libertad de sus miembros, no la causa de sus males. Como puede observarse la polémica no era pequeña ni fácil de solventar, ya que el poderosísimo Papado se mostraba más bien poco inclinado a ceder sus muchísimos privilegios y riquezas para restaurar el mensaje inicial del cristianismo. Este espíritu crítico contra el Papado no era una cuestión personal de algunos intelectuales como era el caso de Ockham, se trató de un amplio y variado movimiento social en el que se encontraban los franciscanos (orden a la que pertenecía el propio Ockham), pero también muchos iluminados e incluso grupos de proscritos que quisieron imponer la pobreza de la Iglesia a base de pillaje y asesinatos. La tesis que defendían Ockham y los franciscanos era la pobreza absoluta de Cristo y sus apóstoles que tan sólo quisieron formar una comunidad eminentemente espiritual en la que las cuestiones materiales no tenían mayor trascendencia (cuanto menos la creación de un reino, ejércitos…) y ese es el espíritu que debe presidir la vida de la Iglesia. Como podéis imaginar, con estad ideas y siendo profesor de la universidades de Oxford y París, Ockham pronto empezó a tener problemas, y dado su renombre y la persecución papal a la que se veía sometido, se vio inmerso en una polémica que inicialmente no era la suya, ya que se vio obligado a pedir refugio en la corte del emperador Luis de Baviera, que, a la sazón, estaba manteniendo una polémica con el Papado sobre la relación que debía existir entre el Emperador y el Papa: ¿Quién debía someterse a quién? ¿Cuál era la legitimación última del poder terrenal? Como podemos ver, Guillermo de Ockham es la figura que interpreta a la perfección las múltiples actitudes con que se clausura la edad media y se abre el siglo XIV. Con él se inicia el espíritu laico, porque con su doctrina y con su vida encarna la incipiente afirmación de los ideales de la dignidad de todos los hombres, la potencia creativa del individuo y la cultura que se expande sin tolerar ninguna censura. Estos ideales serán asumidos y desarrollados más tarde por la nueva época del Renacimiento.